Cuando el fanatismo toma el control: cómo una novela de 1987 sigue dialogando con el presente.
Bien sabido es que toda expresión artística de una sociedad, además de inmortalizarla, deja en el inconsciente colectivo un manojo de incertidumbres, disgustos y expectativas que consolidan e institucionalizan miedos al mismo tiempo que tradiciones. Si no, ¿de qué otro modo se podría entender Gojira de 1954, dirigida por Ishirō Honda, sin remitirse al terror atómico vivido en 1945? Esta concepción del arte me lleva una y otra vez a la misma conclusión: hay dos señales en la expresión artística: una nos dice que ya es demasiado tarde, y la otra nos da esperanzas.En 1999, el consagrado escritor Stephen King recorría las calles de Lovell, Maine, lejos de su Portland natal, inmerso en sus pensamientos, quizá planeando su próxima obra literaria, cuando, de repente, el último paso que da se interpone con una minivan que, cual transición cinematográfica, funde sus pensamientos a negro. Pierna rota, varias costillas fracturadas, un pulmón contusionado y laceración en la cabeza fue lo que le valió tal accidente. Fue socorrido por el mismo que lo chocó, quien moriría exactamente un año después, el mismo día del cumpleaños del escritor, como si se tratase de una de sus novelas.
Sin embargo, aquel fatalismo solo era un eco que reverberaba en viejos recuerdos. Su verdadero flagelo había ocurrido años atrás, en 1987. King no necesitó salir de su casa en Bangor para vivirlo: fue un choque interno, lento, entre las páginas de su máquina de escribir Olympia. Misery, la novela que publicó ese año, narraba el secuestro de un escritor por su fan obsesiva. Pero en realidad, era la historia de su propio cautiverio: adicto a la cocaína y el alcohol, encadenado al éxito del terror, atropellado por las expectativas de sus lectores.
“Escribí Cujo tan drogado que no lo recuerdo” —confesó King en On Writing: A Memoir of the Craft (Scribner, 2000, p. 96)—. “Pero Misery era diferente: era un grito contra mi propio éxito”.Paul Sheldon, protagonista de la novela, era el espejo más descarnado que King hubiera creado: un escritor comercial que, tras asesinar a su célebre heroína Misery Chastain, cree haber ganado su libertad. Tanto Stephen como su personaje se sienten prisioneros de su éxito, lo que en la jerga del espectáculo se conoce como “encasillados”. Volviendo al novelista ficticio, este se encontraba manejando ebrio por las calles de Colorado, al igual que su creador en Maine con sus adicciones, cuando el hielo y la nieve lo traicionaron. El accidente que siguió sería solo el preludio de su verdadera pesadilla: despertar en la cabaña de Annie Wilkes.
El verdadero terror nunca estuvo en los muertos vivientes o payasos asesinos que King imaginó, sino en esa enfermera de voz melosa que llevaba un mazo junto a sus medicinas. Wilkes era el fanatismo hecho carne: para Paul, representaba la imposibilidad de escapar de su creación, de Misery; para Stephen, encarnaba sus demonios creativos.
“Annie es la parte de mí que no podía dejar de escribir, incluso cuando estaba destruyéndome” (Stephen King, Rolling Stone, 2014).La antagonista suponía entonces la cocaína que le exigía seguir escribiendo.“Los fans me pedían más Carrie, más Christine. Annie Wilkes es lo que ocurre cuando ese amor se vuelve veneno” (Entrevista con The New Yorker, 2013).
Esta dualidad entre creador y creación, tan visceral en la novela, encontró su equivalente cinematográfico en 1990, cuando Rob Reiner —actor, director, productor y guionista de cine— transformó Misery en un thriller psicológico. Si en el libro King había exorcizado sus demonios, la película los llevaría a una dimensión aún más inquietante: el rostro humano deformado del fanatismo.
Kathy Bates, en aquel entonces una actriz prácticamente desconocida en Hollywood, fue la encargada de dar vida a Annie Wilkes. Su interpretación, que le valdría el Óscar a mejor actriz, supo borrar la línea entre lo patético y lo aterrador. Reiner insistió en evitar todo maquillaje siniestro: “Queríamos que fuera la vecina de al lado… hasta que dejaba de serlo”. Tres décadas después, Bates reflexionaría sobre ese legado: “Annie representa ese momento en que la pasión artística se tuerce hacia la posesión” (The Hollywood Reporter, 14/11/2017). Hoy, su observación resulta cuanto menos curiosa: “El control que ella ejercía con un mazo, ahora se ejerce con algoritmos” (Variety, 23/03/2019). Lo más inquietante —como añadiría en 2020— es que “Annie realmente cree estar salvando el arte” (The Guardian, 30/10/2020), al igual que tantos fans digitales que atacan en nombre del “amor” a las historias.
Stephen King reflexiona en On Writing: “El éxito es una jaula de oro. Paul Sheldon y yo lo sabíamos” (2000, p. 78). La misma jaula que hoy construyen los contratos que exigen secuelas infinitas y los algoritmos que castigan la innovación. Pero como el propio King escribió en Nightmares & Dreamscapes: “Las historias son como la nieve de Maine: atrapan las huellas de quien pasa, pero se derriten si intentas aferrarlas”.
Entonces, el arte funciona como un espejo: Gojira reflejó el miedo nuclear de Japón; Misery mostró el lado oscuro de la obsesión por las historias. Pero cuando ese espejo nos devuelve una imagen incómoda, algunos prefieren romperlo antes que enfrentarla. Annie Wilkes lo hizo con un mazo. Hoy lo hacemos con cancelaciones y algoritmos. Como la nieve de Maine que King evocaba, el arte auténtico no puede ser atrapado sin derretirse. Ni por los creadores esclavos de su éxito, ni por los fans que confunden amor con posesión. Misery nos plantea que el fanatismo siempre usará mazos o algoritmos; pero también nos mostró que, al final, son las historias bien contadas, aquellas que respetamos en su integridad, las que sobreviven a sus propios creadores.
Bauri